miércoles, 5 de septiembre de 2012

Historia del asado argentino, el maná de las pampas


Españoles, ingleses e italianos describieron con asombro y algo de morbo la compulsión de los habitantes del Virreinato por la carne vacuna antes de que la Argentina fuera patria. Hasta Charles Darwin se ocupó de la particular “evolución” de los carnívoros más carnívoros del mundo. Apostillas de una historia que no tiene un origen cierto pero que describe como ninguna los atributos de la argentinidad, tan sangrienta como sabrosa.

Es triste reconocerlo, pero el asado no es argentino.
Se cree que el hombre conoció el fuego unos 500.000 años antes de Cristo y, aunque no hay datos que lo confirmen, seguramente unos días después del espectacular descubrimiento algún homínido “proto-argento” habrá tirado un animal sobre las brasas. Allí surgió el primer asado de la historia, aunque todavía sin aplausos para el asador[1].
Claro que el “asado argentino”, el de carne vacuna, marca de fábrica de las pampas y parte constitutiva del ser nacional, presenta algunos antecedentes que pueden ser recopilados por los revisionistas de la carne y que atribuyen a nuestros gauchos su implementación compulsiva.
Para referirse al primer asado en las tierras que tiempo después conformarían la Argentina hay que remontarse a 1556, cuando llegaron las vacas al Virreinato sin siquiera sospechar su destino de gloria. Años después fueron llevadas a la zona de Santa Fe y se cuenta que hacia 1580 miraron con ojos lánguidos de turistas la segunda fundación de Buenos Aires.
Las vacas, por condiciones de la naturaleza -y hasta quizás por aburrimiento-, comenzaron a reproducirse libremente y a desperdigarse por toda la pampa, que le ofrecía vastas llanuras repletas de pastizales. La compatibilidad que había entre el ganado y la tierra era tal que se calcula que en el siglo XVIII la pampa albergaba unos 40 millones de cabezas de ganado.
Hasta ese momento las vaquitas no eran ajenas, como mucho tiempo después escribiría don Atahualpa[2], ya que el ganado cimarrón no era propiedad de nadie. Cualquiera podía cazarlas con la condición de no pasarse de las doce mil cabezas.

Un verdadero garrón

Para realizar la zafra de los animales se organizaban “vaquerías”, grupos de paisanos que atrapaban las vacas cortándole los garrones con una lanza.
Concolorcorvo o Calixto Bustamante Carlos Inca[3], cronista vocacional del siglo XVIII, consignó sobre aquellos gauchos: "muchas veces se juntan de éstos, cuatro, cinco y a veces más con pretexto de ir al campo a divertirse, no llevando más prevención para su mantenimiento que el lazo, las bolas y un cuchillo. Se convienen un día para comer la picana de una vaca o novillo; lo enlazan, derriban y bien trincado de pies y manos, le sacan, casi vivo, toda la rabadilla con su cuero, y haciéndole unas picaduras por el lado de la carne la asan mal y medio cruda se la comen, sin más aderezo que un poco de sal, si la llevan por contingencia".
Concolorcorvo también especificó la forma en que asaban lenguas y matambres y cómo revolvían con un palito "los huesos que tienen tuétano" o "caracuses", actitudes que comenzaban a prefigurar al asador criollo de nuestros días.
Cayetano Cattaneo, un jesuita italiano que anduvo por estas latitudes a comienzos del siglo XVIII con ojos atentos y pluma veloz, consignó con algo de espanto las costumbres culinarias de los paisanos: "...no es menos curioso el modo que tienen de comer la carne. Matan una vaca o un toro, y mientras unos lo degüellan, otros lo desuellan y otros lo descuartizan (…). Enseguida encienden en una playa una fogata y con palos se hace cada uno un asador, en que ensartan tres o cuatro pedazos de carne que, aunque está humeando todavía, para ellos está bastante tierna. Enseguida clavan los asadores en la tierra alrededor del fuego, inclinados hacia la llama y ellos se sientan en rueda sobre el suelo. En menos de un cuarto de hora, cuando la carne apenas está tostada, se la devoran por dura que esté y por más que eche sangre por todas partes. No pasa una o dos horas sin que la hayan digerido y estén tan hambrientos como antes, y si no están impedidos por tener que caminar o cualquier otra ocupación, vuelven, como si estuvieran en ayunas, a la misma función".
La carne por entonces no era un bien escaso, como contó Cattaneo en su texto “Las vaquerías”, de 1729: “Para enviar cincuenta mil pieles a Europa matan ochenta mil toros, porque no todas las pieles son de medida. Y una vez que los mataron, fuera del cuero, y a lo sumo de la lengua, que utilizan, dejan todo lo demás. Otros por puro placer y sin necesidad van y matan millares de toros, vacas, terneros y sacando sólo la lengua, abandonan todo el resto en el campo. Mayor estrago hacen los que van a buscar grasa (…). Estos, hecha una copiosa mortandad de aquellos animales, sacan de aquí y allí un poco de gordura, y cuando han cargado bien sus carros, se vuelven sin cuidarse de lo demás”.
Fray Pedro José de las Parras relató el mismo fenómeno pocos años después: “Vi también en diversos días matar dos mil toros y novillos, para quitarles, sebo y grasa, quedando la carne por los campos. (…) de modo que yo he visto, en sólo una carrera (sin notar en el caballo detención alguna), matar un solo hombre ciento ventisiete toros. (…) Aprovechan, como se ha dicho, el sebo, la grasa y las lenguas y queda lo demás por la campaña...”

Olorcito a patria

Matanzas a un lado, algunos cronistas también se detuvieron en la forma de preparación de la carne, como el inglés John Miers, que visitó la Argentina en 1818:”Es uno de los procedimientos favoritos de cocinar y se llama asado; de cualquier modo es muy bueno porque la rapidez de la operación evita la pérdida del jugo que queda dentro de la carne. No retiran el espetón del fuego, y a medida que se va asando cada uno corta tajadas o bocados bastante grandes, directamente del trozo; comodidades corno son mesas, sillas, tenedores, etc., les son desconocidas. Se ponen en cuclillas alrededor del fuego, cada uno desenvaina el cuchillo que invariablemente lleva encima día y noche, y se sirve a su gusto sin añadirle pan, sal o pimienta. Hicimos una excelente comida con el asado.”
Pablo Mantegazza, en su escrito “Carne asada y puchero”, de 1858, le dio una vuelta de tuerca al asunto que aparentemente desvelaba a nuestros visitantes y aseguró que “el verdadero gaucho no vive sino de carne, guisada o hervida; de la primera sobre todo, que, con el nombre de asado, constituye su plato predilecto y sin el cual no se sentaría a la mesa. (…) Muchísimos argentinos han vivido y aún viven muchos meses y años de carne sola, por lo que no debe asombrar, que, reducidos a este único régimen, devoren una cantidad enorme. No es raro ver a un grupo de cuatro o seis personas despacharse, en un abrir y cerrar de ojos, un ternero de un año. (…) En honor de la cocina de esos países diré que un asado con cuero, esto es, un pedazo de asado cubierto aún con la piel velluda y tostado sobre las brasas, es uno de los bocados más sabrosos del mundo...”
El asado, tipificado como tal, apareció entre nuestros platos de cabecera en el recetario de cocina popular argentina que elaboró la salteña Juana Manuela Gorriti en 1890. En el libro, titulado “Cocina ecléctica”, se describía un minucioso y detallado procedimiento para trozar, condimentar y preparar el “asado argentino”.
La cultura parrillera se terminó de expandir a principios del siglo XX cuando se conformó el renombrado “crisol de razas” que proclaman los manuales escolares y el asado llegó a las ciudades. Hacia 1950 se masificó la presencia de parrillas en las casas y las carnicerías brotaron como hongos, configurando ese “olorcito a patria” de los barrios que tan bien describe Martín Caparrós en su libro “Los Living”.

La evolución de los carnívoros

El asado, como está visto, es una de nuestras marcas de fábrica, y hasta el evolucionista Charles Darwin, de recorrida por nuestras tierras, reconoció en sus escritos que esos habitantes –nosotros- son –somos- los más carnívoros de todas las especies. En una carta a su hermana, de 1833, aseguró haberse convertido en "todo un gaucho”:”tomo mi mate y fumo mi cigarro y después me acuesto y duermo cómodo, con los cielos como toldo, como si estuviera en una cama de pluma. Es una vida tan sana, todo el día encima del caballo, comiendo nada más que carne y durmiendo en medio de un viento fresco, que uno se despierta fresco como una alondra".
No es casual, entonces, que el cuadro que resultara ganador de la “Primera Exposición Nacional de Pintura”[4] -organizada por Domingo Faustino Sarmiento en 1871- se llamara ”Gaucho porteño en actitud de enseñar a un extranjero el modo peculiar que tiene de cortar el asado” (ver foto).
Para finalizar este recorrido por la historia del asado no se puede soslayar el Martín Fierro, compendio gauchesco en el que se describen con pericia los claroscuros del ser argentino. Allí, José Hernández (protagonista de un bochornoso asado que será motivo de otra historia de la carne) concluye con sabiduría y pragmatismo que en nuestras tierras “todo bicho que camina va a parar al asador”. Y ese bicho, generalmente es una vaca.


Luis Fontoira
Publicado en la Revista Integración Nro. 25 – Agosto de 2012


[1] Se cree que el aplauso comenzó a utilizarse en el siglo I D.C. pero no fue hasta el siglo V donde se perfeccionó y se le dio un uso más racional.
[2] Yupanqui, autor de “El arriero”: “Las penas y las vaquitas se van por la misma senda, las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas”.
[3] Nacido en el Cuzco, fue autor de “El lazarillo de ciego caminantes, desde Buenos Aires hasta Lima”.
[4] Óleo de Ignacio Manzoni,  nacido en Milán, Italia, en 1797. Se instaló en Buenos Aires en 1851.


“Con su permiso voy a dentrar
aunque no soy convidado
pero en mi pago un asao
no es de naides y es de todos
yo voy a cantar a mi modo
después que haya churrasqueado”
(“Coplas del payador perseguido”, Atahualpa Yupanqui).


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