domingo, 28 de noviembre de 2010

Los argentinos, adoradores del "Dios Milanesa"

Si bien los argentinos tenemos una tendencia natural a atribuirnos descubrimientos –reales, ficticios o borrascosos- de trascendencia internacional, como el colectivo, la birome, el dulce de leche o el sistema de identificación de huellas dactilares, no todo lo que brilla es oro en nuestro ego nacionalista.
Es mentira que la 9 de Julio sea la avenida más ancha, Rivadavia tampoco es la más larga, la creación de los alfajores no está debidamente documentada y el obelisco no tiene ninguna particularidad que amerite ser destacada en el mapa de la arquitectura mundial.
Tampoco la milanesa, el plato preferido por los argentinos, tiene su origen en nuestras pampas.
Sin embargo, la renombrada “milanesa napolitana”, pese a su nombre, sí es un hallazgo argentino.
Vayamos por partes y démosle al César lo que es del César. La receta de la milanesa -corte fino de carne empanada y frita- no tiene un inicio “oficial” en la historia gastronómica mundial. Pese a ello, una de las tradiciones más famosas cuenta que en el siglo XII la ciudad de Milán había quedado aislada por cuestiones bélicas y sus habitantes, sitiados, debieron sobrevivir sacrificando sus vacas y utilizando las cosechas de trigo disponibles. Así se habría originado la milanesa como alternativa culinaria y su nombre devendría de Milán, la ciudad que habría contemplado sin pompa su aparición sobre la faz de la tierra.
Chovinismos aparte, la verdad de la milanesa (expresión que significa “una verdad encubierta” ) es que la “napolitana” es un invento tan argentino como la fugazzetta (creada por Juan Banchero en 1932).
En el caso de la milanesa napolitana (o “milanesa a la napolitana”), el nombre del inventor se pierde en la salsa pomarola de la historia, pero se sabe que el “descubrimiento” se produjo en el restaurante “Nápoli” (nombre que se convertiría en el “apellido” del nuevo plato), ubicado frente al mítico estadio Luna Park de Buenos Aires.
Promediando la década del 50, un comensal llegaba todas las noches con puntualidad inglesa al “Nápoli” y consumía, sin excepción, una milanesa, plato típico de los bodegones porteños. Un día, por motivos que no vienen al caso, atrasó su llegada y el mozo, cual perro de Pavlov, ya había realizado el pedido en la cocina a la hora habitual. Cuando llegó el cliente, la única milanesa disponible se había cocinado por demás y su aspecto renegrido era poco tentador. Ante el imprevisto, el cocinero sacó a relucir su ingenio, la cubrió con salsa de tomates, le colocó unas fetas de jamón cocido, queso mozzarella, unas tiras de morrón y la gratinó al horno, ofreciendo al comensal un “nuevo plato especial” que, ante la aceptación, corrió como reguero de pólvora entre los jugos gástricos de los habitantes de la ciudad.
De Milán o de Buenos Aires, el “Primer Mapa del Consumo de Carne”, realizado por el Instituto de Promoción de la Carne Vacuna Argentina (IPCVA) , demostró que las milanesas ocupan el primer puesto en el menú hogareño.
Más del 80% de los entrevistados aseguró que las milanesas son el plato principal seguidas, muy de lejos, por los bifes/churrascos, con un 66% de las respuestas, y el asado, con un 65%
Estudios complementarios del mismo Instituto revelaron que si bien todos los argentinos se fanatizan con las milanesas, existen diferencias en el tipo de corte que compra cada segmento social. Las milanesas de la denominada “clase media” se hacen con peceto, nalga o bola de lomo, y las de los sectores de menores ingresos con cuadrada.
La pasión argentina por la milanesa llega a extremos inusitados, como la creación de la página web “Dios Milanesa” o los grupos de facebook “Los reyes de la milanga” y “SADM: Secta de adoradores del Dios Milanga”, en los que pueden leerse verdades poco divinas pero elocuentes, como “Comed de mi carne y llegareis a la verdad (de la milanesa)” o descargarse la canción “la milanga milagrosa”.


Luis Fontoira
Publicado en la Revista Integración nro. 9
Noviembre de 2010


miércoles, 13 de octubre de 2010

Milanesa de cuadrada, a cuadritos

Si bien siempre fue considerada como un “arte menor”, la historieta tuvo y tiene la virtud de ser una cronista fiel de la idiosincrasia de una sociedad, sus costumbres, sus sueños, sus fantasías y, en muchos casos, sus logros y problemas cotidianos.
Es así como en un país como el nuestro, con una gran tradición de dibujantes de historieta y humor gráfico (el hermano menor de ese arte menor), se gastaron cientos de miles de plumines, lápices, carbonillas y acuarelas bocetando asados, milanesas, empanadas y bifes de todos los tamaños y colores en las situaciones más cotidianas y también en las más inverosímiles.
Lo primero que viene a mi memoria al referirme a este tema es un anuario de Patoruzú, de principios de los ’80, en el que se presentaba una payada bilingüe sobre el asado. Comezaba “Some chorizos and morcillas are roasting in the brasas…”.
La enumeración de “historietas de la carne” puede ser tan extensa como caprichosa y antojadiza. Sin embargo, se pueden tomar algunos ejemplos emblemáticos como botones de la muestra.

El indio más querido y el bon vivant más famoso

Ya que se hizo mención a Patoruzú, comencemos con la gran creación de Dante Quinterno, que debutó como personaje en 1928 con el extraño nombre de “Curugua-Curiguagüiga” dentro de la tira “Aventuras de Don Gil Contento”. Rebautizado rápidamente como Patoruzú, por razones obvias, el personaje deambuló por distintas publicaciones hasta consolidarse definitivamente en 1931 con su propia historieta.
Patoruzú es un indio patagónico, último descendiente de los tehuelches, que presenta muchas de las características que pueden asociarse al ideario del “campo argentino”. Por sus páginas, a lo largo de los años y las décadas, desfilaron toros, novillos, vacas, asados, asadores y hasta plantas frigoríficas (ver ilustración).
Un dato significativo es que Patoruzú fue criado en base a una ingesta sostenida de empanadas de carne, plato elaborado por su nodriza, “La Chacha”. Tal era el fanatismo de esta señora que fumaba pipa por las empanadas que en un capítulo –en el que se relata el frustrado casamiento de Patora, la hermana del indio- llegó a preparar 5.000 en un solo día.
La infancia de Patoruzú mereció su propia revista, Patoruzito, que comenzó a editarse, a empanada limpia, en 1945, convirtiéndose en un fenómeno de ventas.
Otro personaje de Quinterno, el padrino de Patoruzú, un porteño pusilánime que solamente buscaba la forma de engañar al indio, desdobló su personalidad y se convirtió, a partir de 1940, con su propia tira, en el “play boy mayor de Buenos Aires”. Isidoro Cañones se transformó rápidamente en la “vedette” del sindicato editorial de Quinterno y en 1968 tuvo su propia revista, “Locuras de Isidoro”, superando los 300.000 ejemplares de venta desde su creación y hasta 1976.
“Locuras de Isidoro” fue una revista innovadora porque incorporó personajes, lugares y marcas reales. Un día perfecto para Isidoro era comenzar con aperitivos en algún bar famoso y terminar en un casino o la boite Mau Mau, pero siempre degustando buenos asados en alguna parrilla de renombre, como “La Raya”, “Happening”, “La Estancia” o “El Mangrullo”.

Mafalda, la sopa y las milanesas

La comida emblemática de la tira Mafalda, que se editó entre 1964 y 1973, era la sopa, una especie de “alimento archienemigo” del recordado personaje. Sin embargo, en una entrevista concedida a la BBC, Joaquín Salvador Lavado, “Quino”, su creador, señaló que la sopa era una alegoría de los gobiernos militares y que, Mafalda, como todos los niños seguramente era fanática de la milanesa y las papas fritas.

Inodoro Pereyra, “el renegau”

Creado por Roberto Fontanarrosa a fines de 1972 para la revista “Hortensia”, Inodoro Pereyra (“Pereyra por mi mama, e Inodoro por mi tata, que era sanitario”) era un gaucho solitario y chúcaro, vago y con la viveza criolla a flor de piel. A partir de 1976, cuando comenzó a publicarse en el diario Clarín, las tiras pasaron a ser unitarias y muchas veces hicieron referencia a la situación social y política del país. Por eso mismo, la carne y sus vaivenes también ocuparon un lugar de importancia en el mundo de don Inodoro: “¡Mire esa vaca, Serafín! Musa inspiradora de miles de composiciones escolares… ¡Y ahora es acusada de traficante de colesterol por el naturismo apátrida! Nos da su leche, su carne, su cuero. ¡Lo quiero ver a usté haciéndose una campera de zapallitos!”

¿El Eternauta también?

Aunque se podría suponer que Juan Salvo, el protagonista de “El Eternauta”, como todo buen argentino es fanático del asado, no hay escenas dibujadas que así lo demuestren en la historieta con más renombre internacional.
Sin embargo, la historia más famosa de la historieta argentina, comienza con un partido de truco entre amigos, por la noche, en una típica casa chalet del norte de Buenos Aires. En “El Eternauta” no se dice, pero tratándose de un grupo de hombres que juegan al truco después de cenar en una casa de los suburbios, se puede asegurar que Salvo, Favalli, Lucas y Polsky acababan de comer un buen asado.
Sí hay menciones parrilleras en la versión literaria de la historia*: “Por un momento me pareció estar viendo a los amigos, trabajando con palas junto a un gran fuego -demasiado grande, como siempre- para el asado que debíamos preparar...”.
Lo que está debidamente documentado es que Oesterheld y Solano López se juntaban asiduamente a comer asados en una casa de Beccar para urdir una historieta sobre la guerra contra el Paraguay.
“El Eternauta” fue publicada inicialmente en “Hora Cero Semanal”, entre 1957 y 1959, con guiones de Héctor Germán Oesterheld –desaparecido durante la última dictadura militar, por su militancia política- y el dibujante Francisco Solano López.
La presunción del asado previo a la nevada mortal que cae sobre Buenos Aires al comienzo de la historia no es descabellada si se tiene en cuenta que en 1958 el consumo de carne vacuna en la argentina superaba los 98 kilogramos por habitante.

Piturro

Como no podía ser de otra forma, el menos académico de los personajes argentinos, llegó desde Córdoba de la mano de Héctor Olivera, en 1974.
Piturro, vago, guarango y mujeriego, representaba el “lado oscuro” del glamoroso Isidoro Cañones, y tuvo también en “Piturrín” su versión para niños, menos picaresca.
Una característica de Piturro –además de sus besos, chorreantes de saliva y con una lengua que literalmente atenazaba a sus compañeras-, lo hace merecedor de figurar en esta lista: siempre se atiborraba de milanesas en la pensión en la que malvivía. A punto tal que terminaba de comer con una panza prominente –que había crecido durante la ingesta- y los pantalones desbrochados para evitar la presión sobre ese cementerio de carne rebozada, a la que accedía, obviamente, de garrón y sin que nadie lo hubiera invitado.

Historietas de la carne

Si tomamos como válida la definición de Humberto Eco** (1973), que sostiene que “los cómics, en su mayoría reflejan la implícita pedagogía de un sistema y funcionan como refuerzo de los mitos y valores vigentes”, podemos entender la fuerte relación que existe entre la carne –ese mito, ese valor, siempre vigente- y la historieta nacional.
A diferencia del estadounidense Popeye, que obtiene su fuerza de la espinaca, o del galo Asterix, que es indestructible gracias a una extraña poción mágica, los héroes argentinos de historieta no tienen superpoderes, pero se hicieron fuertes gracias a los asados, las empanadas y las milanesas.

Luis Fontoira
Publicado en la Revista Integración Nro. 8
Octubre 2010


Notas:
*1-El Eternauta y otros cuentos de ciencia ficción. H.G. Oesterheld. Ediciones Colihue.
**-Escritor y filósofo italiano, experto en semiótica.


Otras "Historietas de la Carne" 





lunes, 30 de agosto de 2010

Porcel, Francella y otros carniceros famosos


A diferencia de otras latitudes en las que los carniceros son representados en cine y TV como oscuros trabajadores de una morgue o perversos asesinos –alcanza con ver películas como “Delicatessen”[1] o “Pandillas de New York”[2], por citar dos ejemplos bien disímiles-, en la Argentina el afecto desmedido por la carne vacuna les otorga un lugar de privilegio en el entramado social, ubicándolos como personajes alegres, simpáticos y confiables.
Es así como el exitoso Guillermo Francella (devenido en actor “serio” tras su papel en “El secreto de sus ojos”) saltó a la fama personificando a un carnicero de barrio en la tira “De carne somos”, que se comenzó a emitir en 1988 y hasta tuvo una olvidable versión teatral. Francella, que venía de trabajar en peliculones como “Johnny Tolengo, El Majestuoso”, representó a un típico carnicero de barrio, querible y solidario, e inmortalizó frases poco académicas como “A comeeeerlaaaa”, utilizando el doble sentido entre la carne vacuna y la “otra carne”, la más carnal de todas, ambas instaladas en el podio del morbo colectivo nacional con el título “carne argentina”.
Curiosamente, muchos años después y con ríos de celuloide en sus espaldas, una de las últimas películas de Francella, aún sin estrenar, se titula “Choripán”[3].
También el recordado Jorge Porcel, uno de los últimos “capocómicos”, incluyó al carnicero “Pulpeta” como personaje central en su ciclo “Las gatitas y los ratones de Porcel” (Canal 9, 1987-1990). En ese sketch, el gordo, lejos de la inocencia del personaje compuesto por Francella, recibía en cada envío la visita de la vedette Sandra Villarruel en su carnicería. Villarruel, con modos aniñados, llegaba semidesnuda y desencadenaba diálogos poco memorables, tan groseros como absurdos, en donde el chorizo, la morcilla, el peceto y la colita de cuadril siempre terminaban siendo protagonistas.
Aunque por esos años aún no existían datos estadísticos que fundamentaran la elección de los personajes, la intuición de los creadores de los programas mencionados no estaba errada. Según un estudio de mercado que realizó la empresa TNS-Gallup para el Instituto de Promoción de la Carne Vacuna Argentina (IPCVA) en el 2006, los carniceros son los integrantes de la cadena de la carne con mejor imagen, con casi el 80% de valoraciones positivas. Asimismo, un estudio complementario de la misma consultora demostró que el 70% de los argentinos sigue comprando carne en las carnicerías y no en supermercados, y que las amas de casa los consideran “palabra santa” a  la hora de decidir la compra.
Pero la historia de los carniceros en la tele no termina allí. Una de las novelas más vistas de los últimos años, “Son de fierro” (Canal 13, 2007-2008), presentó como personaje principal a Osvaldo Laport en el papel de un sufrido laburante de barrio, que la peleaba, delantal y cuchillo en mano, desde un humilde mostrador de carnicería.
También la tira “Alguien que me quiera”, que se emite actualmente por Canal 13, presenta las historias de un conjunto de personajes que trabajan en un supermercado. Y, como no podía ser de otra forma, en la historia hay un carnicero humilde, de barrio, interpretado por Miguel Ángel Rodríguez, un actor que, quizás condicionado por su aspecto y su fisonomía, siempre hace de tipo bueno y simpático. 
Si nos guiamos por datos estadísticos disponibles, los guionistas no tendrán que esforzarse por encontrar nuevos arquetipos cotidianos y habrá carniceros para rato en la TV: de acuerdo a un censo realizado en 2008 por el IPCVA, solamente en Capital Federal y Gran Buenos Aires existen casi 12.000 puntos de venta minorista de carne, es decir, una carnicería cada 953 habitantes. Y en cada una de ellas, un “carnicero amigo”.
Tanto es así que incluso desde lo lingüístico se puede detectar el lugar de privilegio que ocupan en la vida cotidiana. Mientras que para la Real Academia Española “carniza” significa “Desperdicio de la carne de matanza” o “carne muerta”, para los argentinos el termino es simplemente un apodo cariñoso o, al menos, cotidiano: “¿Sabés? Cuando el carninza me anticipó tu espiche, rajé para la morgue, llorando, te lo juro; no puede ser, me dije, si anoche, estoy seguro, estaba lo más pancho truqueando en el boliche”.[4]
Luis Fontoira
Publicado en la Revista Integración
Agosto-Septiembre 2010


[1] Jean-Pierre Jeunet, Marc Caro, Francia, 1991
[2] Martin Scorsese, EE.UU. 2002
[3] La película fue dirigida por Alfredo Arias.
[4] “El finado”, Joaquín Gómez Bas.

sábado, 14 de agosto de 2010

Carne de cañón en el Senado de la Nación

Corrupción y acusaciones públicas, un tratado infame en una década infame, un asesinato a sangre fría en el Senado de la Nación, un duelo a muerte entre dos encumbrados políticos que resultan ilesos, un suicidio y, como telón de fondo, un negocio millonario con la exportación de un producto casi tan famoso en el mundo como la Coca Cola. Todos elementos que podrían formar parte de una novela barroca o, al menos, de un moderno “narcoteleteatro” si no fuera porque ocurrieron en la vida real en la tierra de la pampa y del asado. Ubiquémonos en los años treinta del siglo pasado, época bautizada como “década infame” (desde el derrocamiento de Yrigoyen, en 1930, hasta 1943) dado el fraude electoral y el gobierno de una pequeña oligarquía conservadora.
En 1932, el gobierno –el segundo de los “infames”- de Agustín P. Justo, que debió hacer frente a las consecuencias de la Gran Depresión, nombró como Ministro de Hacienda a Federico Pinedo y la intervención estatal de la economía se hizo más acentuada, creándose, entre otros organismos, la Junta Nacional de Granos y la de Carnes.
En ese contexto, uno de los hechos más controvertidos fue la firma del pacto Roca-Runciman, suscripto con Gran Bretaña en 1933.
El acuerdo motivó un escándalo político dado que Inglaterra –que había cerrado su comercio exterior, permitiendo solamente compras a sus colonias- aseguraba a la Argentina un cupo de 390.000 toneladas anuales de carne a cambio de numerosas concesiones: el 85% debía realizarse a través de frigoríficos británicos, no se permitiría la habilitación de nuevos frigoríficos de capital nacional, las tarifas de los ferrocarriles operados por el Reino Unido no serían reguladas, no se fijarían derechos aduaneros por el carbón, se daría un tratamiento especial a las empresas británicas con inversiones en el país, y se entregaría a los ingleses la concesión de los transportes públicos de la Ciudad de Buenos Aires. Paralelamente, y casi como la frutilla del postre, se crearía el Banco Central de la República Argentina, bajo la conducción de un directorio con fuerte composición de funcionarios del Imperio Británico.
El Vicepresidente de la Nación, “Julito” Argentino Roca (h) refrendó tanto patriotismo con unas declaraciones históricas: “La geografía política no siempre logra en nuestros tiempos imponer sus límites territoriales a la actividad de la economía de las naciones. Así ha podido decir un publicista de celosa personalidad que la Argentina, por su interdependencia recíproca es, desde el punto de vista económico, una parte integrante del Imperio Británico”.
El tratado Roca-Runciman causó conmoción entre los opositores, quienes se encolumnaron detrás del Senador Lisandro de la Torre –del Partido Demócrata Progresista, ex fundador de la Unión Cívica Radical- quien fue apodado “fiscal de la patria” por sus denuncias públicas.
“El gobierno inglés le dice al gobierno argentino ‘no le permito que fomente la organización de compañías que le hagan competencia a los frigoríficos extranjeros’. En esas condiciones no podría decirse que la Argentina se haya convertido en un dominio británico, porque Inglaterra no se toma la libertad de imponer a los dominios británicos semejantes humillaciones. Los dominios británicos tienen cada uno su cuota de importación de carnes y la administran ellos”, sostuvo un enardecido de la Torre en el Senado.
La investigación se hizo pública en julio de 1935. Lisandro de la Torre acusó a los frigoríficos ingleses de evasión impositiva y señaló la existencia de un entramado de corrupción que involucraba al gobierno argentino, en particular a Federico Pinedo y al Ministro de Agricultura, Luis Duhau.
El 23 de julio, Duhau agredió en el Senado a de la Torre, arrojándolo al piso antes de escapar raudamente del recinto. En medio del tumulto, Ramón Valdez Cora –un ex comisario devenido en guardaespaldas de los dirigentes conservadores- realizó una serie de disparos que impactaron en el cuerpo del senador electo Enzo Bordabehere, quien falleció horas después sin siquiera asumir su banca, dado que la aprobación de su pliego se iba a llevar a cabo al finalizar el debate de las carnes.
Horas más tarde, cuando el cadáver de Bordabehere viajaba hacia Rosario, donde fue despedido por una multitud, el ministro de hacienda retó a duelo a de la Torre, que no era nuevo en esas lides porque ya se había batido a golpes de sable con Hipólito Yrigoyen en 1897. El nuevo lance se realizó con pistolas, sin que ninguno de los duelistas resultara herido.
En 1937 el juez Miguel Jantus condenó a Ramón Valdez Cora a doce años de prisión por homicidio simple, considerando que "no tuvo el propósito preconcebido o deliberado de dar muerte al doctor Bordabehere". La Cámara Penal elevó la condena a veinte años, pero el ex comisario quedó en libertad en 1953, por buena conducta.
El asesinato de Bordabehere, quien había fundado el Partido Demócrata Progresista junto a de la Torre, sacó del centro de la escena el debate de las carnes. Paradójicamente, el pacto Roca-Runciman fue denunciado por el Reino Unido en 1936, luego de lo cual se firmó un nuevo tratado que fijó fuertes aranceles a la importación de carnes argentinas en Gran Bretaña.
Agobiado por la muerte y la corrupción, Lisandro de la Torre renunció en 1937 y se alejó de la vida pública. En 1939 se quitó la vida pegándose un tiro en el pecho.
Si el asesinato de Bordabehere hubiese ocurrido en estos tiempos tan digitales, las cámaras de “Senado TV” aún lo estarían repitiendo. La historia, que sí motivó una película (ver recuadro), hubiera desencadenado una catarata de documentales con ínfulas de investigación forense, al estilo de la serie “CSI”, o al menos un par de programas especiales de “Policías en acción”. Pero lo único que queda de aquel suceso casi romántico son las páginas amarillas, percudidas por linotipos, que cuentan el triste asesinato de un ignoto senador que no pudo ocupar su banca en medio de un escándalo que tuvo como protagonista a la carne vacuna argentina, esta vez en uno de los hechos luctuosos más resonantes de la historia argentina.

Luis Fontoira
Publicado en la revista Integración

Nro. 6 – junio de 2010
 
 
Recuadro
El asesinato, en celuloide y a todo color

Los albores de la última recuperación democrática permitieron algún grado de revisionismo histórico que también llegó a la pantalla grande.
En 1984 el director Juan José Jusid, basándose en un guión de Carlos Somigliana, filmó “Asesinato en el Senado de la Nación”, la historia del malogrado Enzo Bordabehere, en la que también intervenían, obviamente, los personajes de Lisandro de la Torre, el “killer” Valdez Cora, Federico Pinedo y Luis Duhau.
Con un frondoso elenco de figuras, entre los que figuraban Pepe Soriano, Miguel Ángel Solá, Oscar Martínez, Arturo Bonín, Rita Cortese, Juan Leyrado, Marta Bianchi, Selva Alemán y Ana María Picchio, la película obtuvo un sorpresivo éxito de público, seguramente generado por el fervor de aquellos primeros años de democracia espués de la peor dictadura de la historia argentina.

sábado, 5 de junio de 2010

1945: El año de la lealtad de la carne

Más allá de las ideologías que moldearon el pensamiento y la mirada de los historiadores vernáculos, más allá de las nuevas tendencias revisionistas y de la puesta en escena de esa suerte de “historia para todos”, edulcorada y feliz, de los medios de comunicación ante el bicentenario, lo cierto es que algunos de los hechos que marcaron a fuego nuestra historia –y presagiaron la “argentinidad” modelo XXI- estuvieron muy ligados a la carne vacuna.
Uno de ellos, en especial, partió como un queso la historia política en un antes y un después: el 17 de octubre de 1945.
El peronista ortodoxo, horrorizado por el párrafo anterior, se estará preguntando, mientras se tira de los pelos con espanto, qué tiene que ver el “Día de la Lealtad Peronista” con la carne, más allá de que las manifestaciones políticas sean profusas en parrillas y choripanes, como ironizaron sobre ese día Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares en “La fiesta del monstruo”, el cuento más “gorila” de la literatura local.
La respuesta tiene nombre y apellido: Cipriano Reyes, uno de los “hacedores” del 17 de octubre de 1945, valuarte y mentor del sindicato de los trabajadores de la carne.
El mismo peronista ortodoxo estará ahora –dos párrafos más abajo de su primer sobresalto- al borde del colapso, porque Cipriano Reyes fue expulsado del panteón justicialista y su sola mención constituye una herejía imperdonable.
De hecho, la historia oficial partidaria pretende erradicar su nombre de ese día en el que le disputó a Eva Duarte el centro de la escena.
¿Pero quién fue, entonces, Don Cipriano?
El polifacético Reyes era hijo de un artista de circo y una madre poeta. Hasta los diez años fue contorsionista y siempre tuvo una pasión –aparentemente no correspondida- por la poesía. En 1921, se mudó junto con sus padres a Zárate, y trabajó en el frigorífico Anglo, donde dos años más tarde participaría en la formación del sindicato de trabajadores de la carne. A principios de los ’40 se instaló en Berisso, donde se empleó como obrero del frigorífico Armour y retomó la actividad gremial, en una época en que los sindicatos estaban controlados por anarquistas, socialistas y comunistas. Propició la gran huelga de 1943 y fue detenido.
Según sus palabras, el propio Coronel Juan Perón le había dicho “necesitamos hombres como usted”, después de su primer encuentro.
En 1945, cuando Perón, que era secretario de Trabajo y Vicepresidente, fue obligado a renunciar y detenido en la isla Martín García, la Confederación General del Trabajo dispuso una huelga para el 18 de octubre. No se habló de movilización alguna, pero Cipriano Reyes, entre otros, decidió marchar el día previo hacia la capital para pedir la liberación de Perón. Ese mítico 17 de octubre, los “muchachos de la carne” prendieron la mecha de la movilización popular.
“Teníamos cinco mil activistas organizados y cada uno de ellos podía traer a otros cinco, o sea que de partida contábamos con 25 mil personas dispuestas y a la mitad de camino ya éramos como 50 mil”, recordó Reyes, una y otra vez, a lo largo de su vida, desmintiendo la versión oficial de los “peronólogos” que ubican a Eva Duarte recorriendo fábricas de Avellaneda e incitando a la manifestación.
De cara a las elecciones presidenciales, Reyes fundó el Partido Laborista de la Argentina para apoyar la candidatura de Perón, y él mismo se consagró Diputado por la provincia de Buenos Aires.
Pero no todos fueron laureles para Cipriano después del triunfo del General.
Aparentemente, al dirigente de la carne no le gustaba el verticalismo y se rebeló contra la orden de Perón de disolver el Partido Laborista para conformar el Movimiento Nacional Justicialista y de integrarse a la CGT con su sindicato.
Fue así como se enfrentó abiertamente a Perón y comenzó a sufrir una serie de atentados que casi le costaron la vida. En 1948 fue acusado de un supuesto complot contra el presidente y su esposa, lo cual le valió la tortura y la cárcel.
Fue liberado en 1955 por la autodenominada “Revolución Libertadora” y reorganizó el partido laborista, pero su estrella política -pese a que falleció muchos años después, en el 2001- ya se había apagado.
Revulsivo, contestatario y “mojador de orejas” profesional, Cipriano se pasó el resto de su vida asegurando “Yo hice el 17 de octubre”, que era casi lo mismo que decir “Yo hice a Perón”, y repitiendo que ese día “Evita nunca estuvo en la plaza”, sabiendo que ambas afirmaciones eran verdades incontrastables aunque fueran verdades a medias.
En esa pelea tan desigual entre Reyes y Duarte como epicentro del “Día D” peronista, la historia seguramente olvidará a Cipriano y rescatará a Eva, conductora espiritual del movimiento. Pero nadie podrá negar que miles de trabajadores de la carne, de los frigoríficos de Berisso y Ensenada, marcharon un 17 de octubre de 1945 hacia la Plaza de Mayo y gestaron un hecho que influiría en la vida política del país tanto como lo hace la carne en los estómagos de todos los argentinos, los más carnívoros del mundo.

Luis Fontoira
Publicado en la revista Integración
Nro. 5 – Mayo de 2010


Recuadro
Cipriano, la película

Según informaciones de medios periodísticos de La Plata, hace pocos días terminó de rodarse el film “Cipriano”, dirigido por Marcelo Gálvez, obviamente basado en la vida del sindicalista de la carne.
Las escenas se filmaron en las cercanías del emblemático edificio donde funcionaba el frigorífico Swift, ubicado en la calle Nueva York de Berisso, declarada “Sitio Histórico Nacional”.
La película, que será estrenada antes de fin de año, pasará a engrosar la ya de por sí abultada lista de manifestaciones culturales argentinas vinculadas al mundo de la carne vacuna, en este caso a través del relato de las vidas de los trabajadores de la industria frigorífica.

La lengua de los argentinos (es de vaca)

Si es cierto que el pensamiento se estructura sobre el lenguaje, como sostienen la mayoría de los lingüistas, se puede afirmar, en términos burdos, que “somos lo que hablamos”. Y el lenguaje de los argentinos demuestra fehacientemente la pasión que nos ubica como los primeros consumidores mundiales de carne vacuna.
En contraposición, el análisis de nuestro lenguaje también deja en claro el desdén que habitualmente sentimos por las “otras carnes” y las comidas sustitutas o alternativas.
Veamos algunos ejemplos. Las abuelas decían “fuerte como un toro” para referirse a la buena salud de un pequeño. Se sostiene que alguien tiene “lomo” o “buen lomo” cuando presenta un cuerpo agraciado y curvilíneo, en el caso de las mujeres, o musculoso, en el de los hombres. Se es de “buena entraña” si se tiene buen corazón. Pegar un “buen bife” es un vigoroso atributo de masculinidad, como lo proclaman algunas letras de tango, “ir a los bifes” es ocuparse de algo rápidamente y con pericia, y hasta el peceto (o “pesheto”) es reconocido por el “Diccionario etimológico del lunfardo” como sinónimo del miembro viril (“Tener un buen pesheto”).
La enumeración -es cierto, caprichosa-, podría extenderse a jergas específicas como la del periodismo, en la que “tener buena ‘nerca’” o “buena carne” es poseer buena información. Ni hablar, entonces, de frases con connotaciones sexuales como “carne de ternera” o “tener un buen cuadril”.
Hasta el refinado escritor Adolfo Bioy Casares incluyó el espantoso adjetivo “cárnico/a” en su “Diccionario del Argentino Exquisito”, explicando que es empleado por “personas que aspiran a ser consideradas exquisitas”.
Las únicas excepciones en este pequeño compendio del profuso lenguaje carnívoro de los argentinos son las palabras “vaca” y “vaquillona” –usadas frecuentemente como adjetivos- que inequívocamente designan a una persona que está excedida de peso (“Sos una vaca”, “estás hecha una vaquillona”).
Tal vez precisamente por ese uso peyorativo que se les da a esos dos sustantivos convertidos en adjetivos calificativos es que, según un estudio de mercado realizado en 2006 por el Instituto de Promoción de la Carne Vacuna Argentina (IPCVA), la vaquillona es una de las categorías de vacunos menos apreciadas por los argentinos, pese a tratarse de un animal óptimo para el consumo.

De sustitutos y carnes alternativas

Pasemos, en contraposición, a las carnes y comidas alternativas o sustitutas para terminar de entender la pasión de los argentinos por la “carne”, palabra que es utilizada en nuestras latitudes exclusivamente para referirse a la carne vacuna pese a que, por definición y aunque parezca tautológico, cualquier carne es carne (pollo, cerdo, pescado, cordero, etc.).
No hay más que echar mano al curioso libro “Puto el que lee: diccionario Argentino de insultos, injurias e improperios” para comprender que “ser un chancho” o “estar hecho un cerdo” es ser o estar gordo por demás, sucio o, en el mejor de los casos, ser guarda de tren o policía (acepción del lunfardo). El “pollo” y el “gallo” son sinónimos de escupitajo, un “carnero” es el que rompe una huelga, y los “corderos” se caracterizan por su sumisión, cercana a la estupidez. Ser “pavo” es ser tonto por demás, “pescado” designa a una persona tonta o fea, y hasta las gallinas, según el “Diccionario fraseológico del habla argentina” están asociadas a una liberalidad sexual desenfrenada (léase “Más p…. que las gallinas”). Pongamos, entonces, un manto de piedad sobre la sexualidad de los tiernos animalitos y dejemos -porque para muestra basta un botón- a las ovejas de lado.
Todo esto sin mencionar la connotación de las palabras que provienen del mundo de las legumbres y las hortalizas (zanahoria, perejil, zapallo, rabanito, etc.), todas utilizadas para descalificar al destinatario. Tampoco entremos en los oscuros significantes que el morbo argento atribuye a determinadas comidas, como “ñoqui” (que, asimismo, define a un empleado público que no trabaja pero cobra a fin de mes, los días 29).
Las pastas también tienen lo suyo -además del mencionado “ñoqui”-, como “raviol”, que es un sobre de cocaína, y “fideo”, que pude ser utilizado como sinónimo de delgadez extrema o estar asociado a grotescas situaciones sexuales.
Este pequeño recorrido por la jerga argentina nos permite acercarnos un poco más a esa misteriosa y desmesurada pasión que sentimos por la carne vacuna, incluso en el plano de la lingüística, y entender por qué nos ubicamos al tope del consumo mundial.
Se podría concluir -sin temor a equivocarnos y aunque la frase no sea muy académica-, que la lengua de los argentinos, es de vaca.

 
Luis Fontoira
Publicado en la revista Integración
Nro. 4 – Abril de 2010

Fuentes: Diccionario etimológico del lunfardo (Oscar Conde, Perfil libros, 1998), Diccionario fraseológico del habla argentina (Pedro Luis Barcia, Gabriela Pauer, Emece 2010), Puto el que lee: diccionario argentino de insultos, injurias e improperios (Barcelona, 2006), Diccionario del argentino exquisito (Adolfo Bioy Casares, 1971). El consumo de carne vacuna en la Argentina (TNS-Gallup, IPCVA, 2006).

lunes, 29 de marzo de 2010

Carne argentina: qué mal se TV

Desde el recordado noticiero cinematográfico “Sucesos Argentinos”, de la época de Perón, hasta los actuales sobreimpresos del Secretario de Comercio Interior en los partidos de “Fútbol para todos” -con el asado a $ 10,50-, la publicidad oficial multimedia fue una herramienta a la que recurrieron todos los gobiernos argentinos, los democráticos y los dictatoriales, los legítimos y los no tanto.
Claro que en las épocas en las que se pretendía exaltar hasta el paroxismo la “argentinidad” como valor cristiano, burgués y liberal en contraposición al avance del comunismo subversivo, la propaganda oficial no solamente fue más profusa y perturbadora sino que además echó mano a la iconografía vinculada a la carne, uno de los aspectos más salientes del imaginario colectivo nacional.
En 1977, en medio de la desaparición, la tortura y la muerte, el gobierno de Jorge Rafael Videla atacaba con imágenes camperas desde las pantallas de los canales oficiales (es decir, todos) con ayuda de las más prestigiosas agencias de publicidad.
En una de las piezas más emblemáticas, hecha en animación (“dibujitos”, como se le decía entonces), se veía una vaca Hereford pastando alegremente entre risueños pajaritos, con un locutor en off que recitaba: “Argentina, tierra de paz y de enorme riqueza”. En ese momento, la música se tornaba truculenta y aparecían unos monstruos de dientes filosos que corrían hacia la vaca. El locutor también se volvía sombrío mientras el animal adelgazaba en un veloz ataque de anorexia: “Argentina: bocado deseado por la subversión internacional que trató de debilitarla para poder dominarla. Eran épocas tristes y de vacas flacas. Hasta que dijimos basta”. Con el enérgico “basta”, la vaca se enojaba, pateaba y corría a los monstruitos. “Basta de despojo, de abuso y de vergüenza”, insistía el locutor, como dándole ánimos. “Hoy vuelve la paz a nuestra tierra y esa paz nos plantea un desafío: el de saber unirnos como hermanos en el esfuerzo de construir la argentina que soñamos”, concluía, con tono dulce el relator y la vaca terminaba feliz, con un ternerito mamando tiernamente de sus ubres otra vez llenas junto a un gauchito que la alimentaba.
Era la época de los argentinos derechos y humanos, del también gauchito del Mundial ’78, y de la otra “carne argentina” de los televisores Hitachi, que lanzaban en minishorts al estrellato a Adriana Brosky en la publicidad de fines de la dictadura que a pura hembra disfrazada de futbolista remataba “Qué bien se TV”.
En esos años de plomo otro spot presentaba un mapa de la Argentina con aspecto de bife de costilla, y unos señores –fragmentos de señores, bocas, brazos, manos- que parecían sacados de una película de clase Z le iban arrancando partes con desesperación homicida. "Unámonos, y no seremos bocado de la subversión", rezaba el locutor de turno, en el cierre de una publicidad que no desentonaría en la previa de un ciclo de Vincent Price.
Para la época de los comerciales, cuando la recesión comenzaba a hacer estragos e implicaría, por ejemplo, que el frigorífico Swift echara a dos mil trabajadores en huelga, cada argentino consumía 89 kilos de carne vacuna por año. Claro que el stock rondaba los 60 millones de cabezas y la población apenas arañaba los 25 millones de habitantes.
La dictadura finalmente caería, a fines de 1983. Sin embargo, la carne seguiría siendo una de las protagonistas estelares de la publicidad nacional. Pero eso es otra historia.

Luis Fontoira
Publicado en la revista Integración
Nro. 3 - Marzo de 2010



lunes, 1 de marzo de 2010

Asado & rock: It´s only costillar but I like it

Algunos días después de aquel nefasto “Si quieren venir que vengan”, voceado a lo Perón por el General Leopoldo Galtieri con voz etílica desde el balcón de la Casa Rosada, comenzaban las bajas argentinas en las Islas Malvinas. Al mismo tiempo, una orden de tintes castrenses llegaba a todas las radios del país: “queda terminantemente prohibido emitir canciones en inglés”.
Allí comenzó –pese a la funesta situación que le dio origen al fenómeno- la época de mayor popularidad del autoproclamado “Rock Nacional”, que rápidamente se encargó de describir casi todos los aspectos de esa época de sangre en la que se derrumbaba la peor dictadura de la historia argentina.
Y entre canciones que criticaban la guerra, la represión y daban cuenta de los muertos y los desaparecidos, el asado irrumpió en la temática rockera, ocupando un lugar casi tan importante como el que habían tenido los “burros” y la “timba” para el tango de la década del cuarenta.
“Virus”, una de las bandas emergentes, realizó una primera pintura de la argentinidad de los ’80 con su irónico “Me fascina la parrilla”: “Me fascina la Argentina, con la parrilla yo me puedo copar...”.
Desde una postura más radical y con otra estética, el tardío movimiento punk argentino, representado por “Los Violadores”, tuvo como himno de aquellos años el tema “Represión”, que pintaba la oscura realidad nacional. “Hermosas tierras de amor y paz, hermosa gente cordialidad, fútbol, asado y vino son los gustos del pueblo argentino”.
En 1982 pese a la crisis, la inflación, la guerra, la desocupación y el default, cada argentino consumía 72 kilos de carne vacuna por año y el stock era de casi 53 millones de cabezas, registrándose una exportación de 500 mil toneladas.
Unos años después, ya entrado el gobierno de Raúl Alfonsín y con el rock aún en el centro de la escena, el consumo treparía hasta casi 83 kilos por habitante, con un stock levemente superior y exportaciones que apenas arañarían las 270 mil toneladas.
En los noventa, en medio del reinado liberal y las privatizaciones, el asado siguió siendo protagonista en todas las vertientes del rock vernáculo, como en el absurdo tema “La vaca y el bife” de Las Pelotas (“Aberdeen Angus tenía una vaca, Aberdeen Angus, hacía mucha caca, pero un día cuando yo dormía, la amordazaron, ni ‘mu’ decía, la llevaron y terminó echando humo en una parrilla”), o en el contestatario “Olvídalo y volverá por más” de “Hermética”, referente del Heavy Metal de las Pampas (“Politiqueando un doctor de la ley, ganó un lugar con sólo prometer, carnes asadas convidó al pueblo, que dio su voto creyendo”).
A principios de la década caracterizada por esa suerte de poesía nihilista “ramal que para, ramal que cierra”, el consumo de carne era de 72,5 kilos por habitante, con un stock similar al de los ’80 pero casi diez millones de habitantes más y 300 toneladas de exportación.
El nuevo milenio trajo nuevas bandas y nuevas formas de describir el siempre complejo “ser argentino”, como la exaltada “Argentinidad al palo” de la “Bersuit” (“Descuartizan vacas en el norte…”), pero siempre con la presencia indiscutible del asado. Los ejemplos pueden ser tan extensos como caprichosos, pero para botón de la muestra se puede mencionar grupos como “The Asado” y “Asado Violento” -con su CD “Chory Invaders”-, o discos como “Un Asado en Abbey Road”, de los festivos Kapanga.
Actualmente, más allá de los avatares que moldearon el espíritu del rock criollo desde aquel boom de 1982, el asado sigue siendo un componente esencial de la cultura joven, exaltado hasta el paroxismo por la despreocupada banda cordobesa “Los Caligaris” en su pegadizo “Asado y Fernet”: “¿Compramo’ una pizza?, ¡NO!, ¿hacemos mondongo?, ¡NO!, ¿comemos puchero?, ¡NO!, ¿Entonces qué hacemos?... Hagamo’ un asado, tomemo’ ferné, hagamo’ un asado, tomemo’ ferné”.

Luis Fontoira
Publicado en la revista Integración
Nro. 2 - Febrero 2010


miércoles, 24 de febrero de 2010

1968: Carne sobre carne


La escena parece sacada de un cuento de María Elena Walsh. Una joven de cara limpia, ojos profundos y mirada aniñada dice con candidez: “¿Usted es Humberto, el que trabaja con el camión del frigorífico? No sé cómo pagarle, no tengo dinero”. La cámara, con movimientos algo rústicos, realiza un primer plano de la cara del interlocutor. Es un hombre mayor, de gesto adusto y ojos que apenas logran velar el desenfreno. La escena ya no parece infantil, y menos aún cuando el señor le contesta sin tapujos a la joven: “Pero tenés carne, y de la buena”. La película, estrenada en 1968 con gran revuelo entre la pacatería criolla, se llamó precisamente “Carne” y terminó de consagrar a Isabel “la Coca” Sarli como uno de los íconos de ese esquizofrénico imaginario colectivo que es la “carne argentina”.
Ese año, los veintitrés millones de argentinos devoraban con fruición casi 87 kilogramos de carne por habitante y seguían las fingidas desventuras sexuales  de la Coca Sarli en un frigorífico. La escena más emblemática del film transcurre dentro de una cámara de frío, entre cientos de medias reses que le otorgan un morboso aire de morgue. Isabel Sarli camina lánguidamente entre los ganchos, tomando notas en una libreta, cuando ve que unos zapatos de hombre se asoman entre los animales colgados. Obviamente, los zapatos son de Humberto, que nuevamente se abalanza y la arroja sobre una media res al grito de “carne sobre carne”. “Otra vez no”, se alcanza a escuchar la desolada voz de la Coca Sarli, en una escena que hoy sería prohibida tanto por el INADI como por el SENASA.
Ese año, el año de la carne sobre la carne, el General Juan Carlos Onganía tenía al país bajo sus botas, después de haber derrocado en 1966 a Arturo Illia en la autodenominada “Revolución Argentina”. Casi como en una pesadilla recurrente, en 1968 se fijaron precios máximos y se sucedieron discusiones con Gran Bretaña que había suspendido la compra de carne vacuna por un brote de aftosa. El ministro de economía, Adalbert Krieger Vasena, que había revocado las medidas de nacionalización y control de capitales del gobierno de Illia, intentó contener la inflación congelando los salarios y devaluando un 40% la moneda. El sector agropecuario fue seriamente perjudicado por la devaluación y por el aumento de los porcentajes de retención a las exportaciones, así como por la supresión de las medidas de protección y los subsidios a las economías regionales. Fue un año de revueltas estudiantiles, de luchas intestinas en la CGT –entre Raimundo Ongaro, Augusto Vandor y José Alonso-, de aumento sostenido del costo de vida, de creación del hoy polémico INDEC y de tironeos con el Banco Mundial.
1968, el año de “Carne”, fue clave para la industria frigorífica -no precisamente por la película de Sarli-, ya que la veda a la exportación de carnes con hueso exigió cuantiosas inversiones y la introducción de tecnologías para despostado, preparación de cortes enfriados y congelados. Ese año creció el mercado norteamericano, que sólo admitía canes cocidas, impulsando desarrollos en carnes enlatadas y cocidas congeladas.
Hoy, 41 años después, cuarenta millones de argentinos consumimos un poco menos de carne por año, pero con un stock ganadero similar, lo que genera tensiones entre la oferta y la demanda. Pese a ello -y a los malos augurios para la producción del año próximo-, repetida en canales de cable, en DVD, o en ese limbo perpetuo de almas que es “Youtube”, la película de Sarli marcará eternamente uno de los rasgos más profundos de la argentinidad: la pasión por la carne.

Luis Fontoira
Publicado en la Revista Integración
Nro. 1 - Diciembre de 2009